Por Ariel Ramos
Durante un mes –agosto- la prioridad de los políticos mexicanos fue discutir si a Felipe Calderón se le iba a permitir leer el texto escrito de su primer informe de gobierno en la tribuna (llamada la más Alta de la Patria) cuando sesionan, conjuntamente senadores y diputados en el Palacio de San Lázaro.
Todos: el presidente, los senadores, los diputados y los líderes de los tres principales partidos políticos participaron alegremente en esos “dimes y diretes” postergando irresponsablemente la solución de los graves y urgentes problemas que tienen paralizada a la nación desde hace casi siete años.
El primero pedía debatir con los legisladores en el solemne acto del 1 de septiembre y los segundos a favor y en contra de que se le recibiera en el Salón de Plenos, en una sala alterna o simplemente como ocurrió hace un año con Fox, en la puerta del Recinto.
En lo oscurito panistas y perredistas –las dos principales fuerzas políticas nacionales-acordaron “que ningún legislador hablara para que Calderón tampoco lo hiciera, pero a condición de que entregara el texto de su informe en la tribuna”.
Las sorpresas de la tarde la dieron primero los perredistas, al ausentarse del salón de sesiones y después la presidencia de la República al censurar el discurso de Ruth Zavaleta, presidenta del Congreso, cuando explicó porque ella y sus compañeros del PRD se retiraron para no presenciar la ceremonia.
La ceremonia fue tersa sin gritos ni groserías, tal y como no ocurría desde casi veinte años.
Felipe Calderón llegó, fue recibido sin honores, subió a la tribuna y entregó a un panista (2do. Presidente en funciones) su texto y micrófono en mano –tampoco habló desde el atril oficial- insistió en invitar a unos y otros a debatir “cuando la soberanía del Poder Legislativo lo considere pertinente” y se retiró.
Se enterró así de “sopetón” el ritual establecido por el Primer Presidente del México independiente general Guadalupe Victoria (1825) de acudir y leer su informe de gobierno.
Todos, unos y otros señalaron una y otra vez que el ritual era obsoleto que requería de reformas profundas y que el ritual del llamado “Día del Presidente” debía desaparecer.
Pero Felipe Calderón tenía otra sorpresa más. El domingo 2 de septiembre con la pompa y ceremonial anterior, en el patio Central del Palacio Nacional lleno de burócratas distribuidos según su jerarquía, leyó (primero se dijo que sería un mensaje) un texto parecido a un informe de gobierno que tuvo una duración de una hora y media.
Fue interrumpido 20 veces –el aplauso más prolongado fue cuando se refirió al muro que ahora nos separa de Estados Unidos-, pero olvidó totalmente referirse a Elvira Arellano, la mexicana que vivió un año en una iglesia de Chicago y que finalmente fue deportada.
Pero eso sí, cuando Elvira llegó a la ciudad de México, Calderón se apresuró a recibirla para tomarse la foto y salir así en los periódicos y en la TV. En esa ocasión le solicitó que la nombrara “Embajadora Especial para la Defensa de los Indocumentados”.
¿A ustedes ya les contestó el presidente, a Elvira Arellano tampoco?
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